noticias , reinadecapitada Martes, 24 mayo 2016

Chau gordo, hermoso y marica, Oswaldo Reynoso

Regina Limo

Nerd feminista y lesbiana. Escribo guiones, narrativa y teatro. Leo como descosida y colecciono juguetes. También puedes leerme aquí Hueveo en Twitter como @reinadecapitada
Foto: diario16.pe

Foto: diario16.pe

La inocencia (que no cojudez, eso es otra cosa) con que miraba al mundo la tuvo desde siempre.

Desde que era niño allá en Moquegua.

Regresaba a casa con su cartapacio de colegial, en la época de nuestros abuelos, cuando la jornada escolar se dividía en dos partes para que los chicos fueran a almorzar a sus hogares y luego regresarán a seguir la lección.

En el camino a casa había una librería. Las librerías (y los libros) de antaño tenían aspectos bastante solemnes, aburridas quizás para nosotros, hijos del videoclip y las imágenes dinámicas. Las encuadernaciones eran todas parecidas y oscuras.

Para mayor mal, la librería era regentada por un viejo agrio, que no saludaba a quien no le daba la gana saludar.

Este niño pasaba por esa librería, y se quedaba embobado mirando su escaparate, donde se exhibía un libro, un solo libro de tapas negras encueradas, misterioso.

Este niño se preguntaba qué rayos había en ese libro para merecer semejante exposición, pero no se atrevía a preguntar porque el viejo que atendía echaba a los escolares de su negocio.

Pensando qué hacer, se pasó varias tardes contemplando el objeto codiciado, hasta que se le ocurrió pedirle a su hermano mayor que preguntara cuánto costaba el libro. El hermano accedió, pero a cambio de unos cigarrillos.

El niño empezó a juntar sus propinas de la semana para comprar algunos cigarrillos. Y así logró su primer cometido. El hermano mayor entró a la librería, preguntó cuánto y le dijeron «tanto».

«Tanto», en realidad, era mucho para el niño que solo vivía de propinas. Juntó semana a semana, no sólo para el precio del libro sino también para la comisión del hermano mayor: una cajetilla de cigarrillos.

El hermano entró nuevamente a la librería, auspiciado por su aura de persona mayor, y adquirió el libro sin problemas.

Apenas tuvo el libro en las manos, el niño corrió a esconderse en la azotea, para disfrutar su adquisición en soledad. ¿Hablaría de aventuras en la jungla africana? ¿Contaría nuevas hazañas de algún héroe de Julio Verne? ¿Tendría ilustraciones de los robustos ángeles de Boticcelli, cuyos vientres se repetían en los torsos de los muchachos que correteaban en los parques?

El niño abrió el libro y tuvo que contener las lágrimas.

El libro era una agenda, sus páginas estaban vacías.

El niño decidió, entonces, que sus páginas debían llenarse, y cogió su lápiz escolar.

Decidió enfrentar al mundo con su inocencia.

Los inocentes se llamó su primer libro de relatos. Antes de eso solo había publicado un poemario, Luzbel.

A Los inocentes le dijeron de todo, sobre todo que era un mal ejemplo para la juventud, que era repugnante, que era inmoral.

Diversas ediciones de Los inocentes. (Capturas de Google)

Diversas ediciones de Los inocentes, uno de los best sellers de la literatura peruana. (Capturas de Google)

Nadie se atrevía a decir en voz alta por qué era inmoral. Apenas se mencionaba a los jóvenes rockanroleros que aparecían en sus páginas (por ello, Manuel Scorza, la tituló Lima en rock). No se decía que algunos de estos jóvenes se deseaban entre ellos y confundían la pasión con los golpes, forcejeando entre erecciones.

Pero era el Perú de los sesenta y de eso no se hablaba, ni siquiera entre los intelectuales limeños, tan bohemios y liberales, que habían conocido, incluso, a Ginsberg. En el pasado, Valdelomar era una anécdota, y Duque de Diez Canseco, un tratado de chismes.

Entre los pocos que lo defendieron estuvo José María Arguedas (el Tayta, el cholo inmortal), quien escribió una nota muy elogiosa en El Dominical sobre su libro.

Fue el único. Los demás no supieron entender que lo suyo no era morbo, sino la más pura de las inocencias, la del deseo, esa que lo llevó a acercarse al lumpen, a conocerlo. Y no de un modo cientificista, como los viejos marxistas de antaño. Ni en afán condenatorio. Reynoso entendió que al inocente lo joden las circunstancias, mucho antes de que el discurso progresista recalara por estos lares.

Tampoco los retrató con imágenes oscuras y lenguaje áspero, como hizo la tendencia urbana literaria de Lima en los noventas. Los inocentes de Reynoso son un grupo de chicos a medio camino entre la travesura y el delito. El lenguaje de Los inocentes acaricia, endulza, invita a jugar, hace ver caramelos en los semáforos y aspirar la colonia de las peluquerías, nos empapa del deseo de Colorete y el temor de Rosquita.

Los inocentes empieza con este epígrafe de Jean Genet, ilustre e ilustrado marica lumpen:

Yo tenía dieciséis años…
en el corazón pero no tenía
ni un solo lugar donde colocar
el sentimiento de mi inocencia

Jean Genet, fotografiado por la policía en su juventud ( Imagen: Pinterest)

Jean Genet, fotografiado por la policía en su juventud ( Imagen: Pinterest)

Y «El Rosquita», último relato de «Los inocentes», monólogo sobre un pequeño adolescente agrandado, que vive ansioso por ser un hombre sin dejar de ser niño, termina con esta última línea.

«…algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia.».

Chau, gordo hermoso marica, Oswaldo Reynoso.

Foto: Regina Limo

Foto: Regina Limo

 

Regina Limo

Nerd feminista y lesbiana. Escribo guiones, narrativa y teatro. Leo como descosida y colecciono juguetes. También puedes leerme aquí Hueveo en Twitter como @reinadecapitada