Del Pato Donald a Coquito: un recorrido de la nostalgia lectora #ÚteroLector #DíaDelLibro
Regina Limo
Nerd feminista y lesbiana. Escribo guiones, narrativa y teatro. Leo como descosida y colecciono juguetes. También puedes leerme aquí Hueveo en Twitter como @reinadecapitadaEntre mis recuerdos más remotos de la existencia está el de mi madre leyéndome cuentos o cómics sobre la cama. Era mi momento favorito del día. Pero mi madre tenía quehaceres de adulta y no podía estar todo el día a mi lado. A los tres años no entiendes eso, claro está, e insistes en buscar pasatiempos como sea. Ya se sabe que los niños se aburren fácilmente y hay que vigilarlos o mantenerlos ocupados para que no intenten matar el tiempo mordiendo cables pelados o metiendo la cabeza en baldes de agua. Pero a mi abuela se le prendió el foco y sugirió que me enseñaran a leer de una vez. Si la mocosa pesada se ha aprendido de memoria los diálogos de los cómics, entonces tal vez no había problema en que asocie esas palabras con las letras de las páginas. Me compraron un abecedario de goma de colores rojo y azul. Fue muy útil, pero no sé qué fue de él después de que cumplió su función. Seguro que no era gran cosa pero la nostalgia lo adorna. Si pudiera traer objetos del pasado, ese abecedario estaría en mi lista.
Mi familia no era especialmente intelectual. Le gustaba leer. Pero le gustaba leer como le gustaba la televisión y el cine: porque distraían. Eran formas de goce. Si bien mi familia creía (aún cree) en la superación mediante el estudio, mi casa no rebosaba de libros de ciencia, historia o filosofía, por nombrar temas clásicos de las bibliotecas cultas. En casa los libros iban y venían. Circulaban alegremente. Y no solo los libros, también los cómics, las novelitas ilustradas, las revistas femeninas, los fascículos. Era un peligro dejar suelta una lectura interesante. Había que leerla inmediatamente porque si no alguien más se la llevaba al trabajo o al centro de estudios y no la volvías a ver. Eran lecturas que difícilmente hubieran sido consideradas cultas pero me dieron mis primeras nociones de cultura general.
Si repaso, entonces, la cronología de mis libros, no existe uno al que pueda nombrar como precursor. Hubo varios. La lectura no fue un descubrimiento sino una costumbre. Mi madre heredó de mi abuela el respeto a los libros. Y yo heredé de ella la relación de goce. Mamá me leía todo lo que podía considerarse “para niños”: historietas, cuentos infantiles… El pato Donald fue uno de mis ídolos de la primera infancia, pero no conocí su voz chillona hasta algunos años después.
La palabra “cómic” aún me suena ajena. Probablemente a los mayores de treinta en Lima todavía nos suena así. El anglicismo era relativamente desconocido en los ochentas, al menos para el común de la gente. Se decía ‘chiste’. Aunque fuesen de corte dramático o cómico, todas las historietas eran ‘chistes’: las policiales, las de vaqueros, las de amor, las de Disney, etc. «Mamá, ¿me compras un chiste de Mafalda?». ¿Qué hubiera sido de mi vida sin los ‘chistes’? Uno de mis primeros recuerdos cálidos data de mitad de los años ochenta: un toldo improvisado en una calle, en el límite de La Parada con Gamarra, debajo del toldo había alambres que fungían de tendederos, y de los alambres, sostenidos con ganchillos para ropa, colgaban revistas de historietas de diversos tipos. El negocio consistía en alquilar las revistas para su respectiva lectura por unos pocos intis. Debajo de los tendederos había varios hombres sentados en banquitas leyendo “chistes”.
Mis tíos llevaban ‘chistes’ a la casa. Así conocí a Condorito, Mafalda, El libro sentimental, Superman, Nippur Magnum y un etcétera alimentado de cultura popular latina y estadounidense. A veces había contenidos supuestamente no aptos para niños como las historietas sentimentales con escenas tímidamente eróticas, que hoy no sonrojarían ni a la abuelita. Los libros propiamente dichos eran los cuentos que mi madre me compraba. Esos eran, digamos, los libros serios. El otro libro serio fue el Coquito.
Larga vida a Everardo Zapata Santillana. Creo que fue el primer autor cuyo nombre aprendí. Curiosamente no supe quién era hasta mucho después de leer el Coquito. Sucede que el libro llegó a mi casa incompleto, porque uno de mis tíos se lo había encontrado en su trabajo y pensó que era buena idea regalarme aquel Coquito mutilado sin tapas ni hojas finales, pero tenía dibujitos, colores, letras monas y todas esas cosas que seducen a los niños, así que seguro iba a gustarme. Y así fue. Seguro que Zapata ha influenciado mi escritura más que Vargas Llosa, Capote, Nothomb y todos esos. Crocró cantaba la rana, crocró debajo del agua.
El resto del camino estuvo marcado por los libros ilustrados que vendían en los kioscos, los fascículos de colores de enciclopedias para niños, generalmente ediciones argentinas o chilenas, El gran libro secreto de los Gnomos (que aún se puede encontrar en algunas ferias de libros), Revista Petete (¡Pelopincho y Cachirula!) y otro etcétera inmenso. Todo este recorrido fueron apenas los primeros diez años de mi vida pero a mí me parece larguísimo, lleno de libros de cuentos, colores y aventuras. No me di cuenta de la magnitud de todo lo que leía hasta que llegué a esa tira de Mafalda sobre los autores de libros para niños. Quizás las aventuras de sus personajes me marcaron más que toda la literatura consagrada del mundo.